Libros de maternidades

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Desde que nació mi hija, la vida se me dio la vuelta como un calcetín y no he parado de buscar referentes, ojos en los que verme, espejos sin deformar donde parar a observarme. Todo esto comenzó al otro lado del mundo, y aunque tenía amigas madres y feministas, me faltaban a veces las caras de mis redes de siempre, así que hice lo que siempre hago. Lo que por mi (de)formación sé hacer mejor: Enterrarme entre libros.

Comencé con los de crianza. La inexperiencia de primeriza y el terror a no hacerlo bien me apremiaban. Miles de millones de juicios de valor y consejos no solicitados ─ además de contradictorios─ se aliaban con mis revueltas hormonas, con la falta de sueño y con el estrés de una lactancia nada fácil para crear un monstruo enorme de ruido, culpa, miedo y soledad como jamás había conocido antes.

Durante los primeros meses de vida de mi hija ─ en realidad hasta hace poco más de un año─ viví con el miedo constante a joderle la vida para siempre, a provocarle una enfermedad terrible o hacer de ella una persona infeliz. En todos los trabajos te puedes equivocar, pero este va de que la persona que más quieres en el mundo, no solo sobreviva, sino de que viva feliz y bien. Algo que ─ según creía yo en esos momentos, porque la maternidad de tan solitaria, nos devuelve en bucle desde la criatura a nuestro propio ombligo─ dependía única y determinantemente de mí. Y así conocí a Rosa Jové, a Carlos González etc. Algunos me ayudaron bastante, otros todo lo contrario, aunque en términos generales fui consiguiendo hacerme fuerte en mis decisiones. Dejé de temer hacer con la niña lo que yo creía que era correcto. Sin embargo, si pude salir del hoyo, eso fue gracias a mi amiga Katty, que aun no era amiga, sino mi asesora de lactancia y a mi amiga Luna. ─ Gracias infinitas, hermanas─.

Cuando ese miedo se empezó a disipar y comencé a hacerme consciente de que no era una inútil absoluta y de que mi hija podría no solo sobrevivir, sino ser bastante feliz a mi lado; empezó la gran crisis de identidad. Supongo que ocurrió poco a poco, aunque mi sensación es que de repente me di cuenta de manera profunda de que ya no era más esa mujer que era antes. O que no solo. O que la que era antes me quedaba lejos y no sabía desde dónde ni cómo mirarme (y esto incluía el espejo). O que miresusté no sé quién soy, de dónde vengo, ni a dónde voy, porque entre pañales, no me da tiempo a pensarme.

Decía mi terapeuta ─ ¡Hola Helena! ¡gracias por todo!─ que tenía que conectarme con mi yo emocional y dejar de intentar racionalizarlo todo. Permitirme sentir sin culpas. Era la hora de dejar de intelectualizarlo todo para empezar a fluir. En efecto, eso era lo que tenía que hacer ─ reconozco que en esas sigo─ pero creo que he encontrado mi propia forma de hacerlo: leyendo y escribiendo. De modo que durante el último año me he rodeado ─esta vez no me he enterrado en ellos, porque han sido parte de la cuerda para salir del pozo─ de muchísimas lecturas para entender por lo que estaba pasando.

Algunas de las páginas con las que me topé no me han gustado nada. Otras a veces sí, y a veces no; y también, claro, ha habido varias que me han encantado. Sin embargo creo que todas me han servido para encontrar mi voz, entenderme, y entender lo que hay en las cabezas de otras madres; a través de todas ellas he encontrado pistas para mi propio camino.

Además, por primera vez en mi vida, en comparación de lo que me ha pasado al leer sobre otros temas, he conectado al menos una vez o durante unos segundos con todas las autoras y todos sus testimonios. He entendido y empatizado en algún momento hasta con las propuestas menos parecidas a mí ¡Incluso con las que he detestado! Hasta ahora ninguna experiencia me había proporcionado una sensación de sororidad tan tremenda como la de las maternidades. En el buen sentido diré sororidad, aunque reconozco que, en el no tan bueno, la sensación a la que me refiero roza más bien el gregarismo: Me he dado cuenta de que de tan castigadas que solemos estar, las madres tendemos a buscarnos entre nosotras para darnos la razón y apoyarnos hasta en situaciones en las que no estamos siendo justas con las criaturas.

En cualquier caso, mientras reflexiono y sigo erre que erre leyendo de estos temas, dándome vueltas desde las experiencias ajenas y sistematizando en palabras las mías, me crecen las ganas de decir muchas cosas, de leeros muchas otras… Son tantas las horas que he dedicado a textos de otras mujeres y sus maternidades, que he decidido sacarle algo más de jugo empezando una sección con reseñas de esas lecturas. Quizá alguna así podrá encontrar algo que le interese con más facilidad. También podríamos debatir sobre algunos de los puntos más problemáticos, o podríais decirme qué otras interpretaciones veis posibles.

En fin, abro la caja, Pandoras mías, a ver qué damos a luz.

El libro infantil

Estoy que me muero de ilusión porque tengo un proyecto maravilloso conjunto con una amiga igual de maravillosa. Llevamos meses con esto y empieza a tomar forma. No os puedo contar demasiado. Con el título del post parece obvio de qué se trata ¡Y sin embargo no, listillas y listillos! La idea va un poco más allá, no es solo un libro infantil, es un proyecto artístico, social y colaborativo que intentará hacerse en conjunto con niños y niñas. El libro es solo una pata. Hasta aquí puedo leer.

Lo que os quería contar hoy, son algunas de las cosas que me estoy encontrando en el proceso (más allá del creativo, que está siendo una preciosidad). Por ejemplo, me estoy dando de bruces todo el rato con un viejo enemigo EL CANON. Qué harturita, Ramirita. Haced la prueba, de verdad. Observad las reacciones de sus interlocutores cuando alguien afirma: Estoy escribiendo un ensayo de blau, blau, blau, patatas, inserte aquí palabras complicadas. Y comparadlas con las que suelen seguir a quien dice: Pues estoy haciendo un libro infantil.

Esto no debería extrañarnos. No hay más que mirar el lenguaje, siempre lo digo, ahí reside la clave para saber si algún grupo humano está o no en posición de opresión. «Infantil» se utiliza como sinónimo de poco ágil, interesante o inteligente. «Es un juego de niños» como algo fácil. «No te comportes como un niño» como oposición a ser maduro, que es lo bueno, lo correcto y lo moralmente deseable (¡Puaj!). Lo que hacen los críos o lo que está dirigido a ellos, salvo alguna masculina excepción infumable llena de estereotipos de género de mierda (Sí, El principito, ya sé que tú también lo has pensado) no merece nuestro tiempo, no es elevado, ni será jamás alta cultura. Es menos que de segunda. Y la verdad, mira, menos mal, porque la gente que va en primera apesta a impostura y a perfume intensito.

Otra cosa que me llama la atención es que en muchos certámenes, editoriales y espacios de publicación especializados en libros infantiles, y más concretamente en álbum ilustrado; no reconocen el espacio, importancia y seriedad del texto. Tratan el libro solo como objeto de de importancia plástica. Y sí, por supuesto lo es, pero no solo. No en vano cada vez hay más álbumes ilustrados escritos e ilustrados por la misma persona, que casi siempre sabe dibujar y crear universos maravillosos, pero no siempre sabe escribir, o no le dedica al texto el cariño que merece. ¡Ojo! No digo que los dibujantes no sean capaces de inventar historias buenísimas, lo que creo es que sea quien sea quien escribe los críos se merecen también calidad literaria y un lenguaje cuidado, además de dibujos bien ejecutados.

En esto tenemos buena parte de responsabilidad las madres y padres, porque también caemos en «Oh, qué libro tan bonito» sin pensar en si la historia le interesará, o estará bien contada, o si es un bodrio tremebundo. Los mismos que nos matamos por una buena narrativa en una serie, leemos novelas bien construidas o exigimos calidad en nuestro entretenimiento; a la hora de comprar libros de críos solo miramos el objeto. Lo que compramos es un juguete de preciosos colores y eso esta bien, es necesario educar el ojo, pero me temo que si no nos paramos a ver qué cuentan también las letras; quizá solo los estamos comprando para verlos nosotros. Yo misma, en alguna ocasión, he terminado en casa con libros preciosos de textos escritos por Voldemort en un día de borrachera.

Aunque mucho peor es el fenómeno de los «libros para». La autoayuda infantil. Todo ese género que se ha ido creando poco a poco y que las madres y padres usamos para ver si nos ayudan en nuestra tareas educativas. Preguntad a las libreras infantiles cuántas veces al día escuchan: Hola, buenos días ¿Tenéis algún libro para que mi hijo de dos años supere los celos de mi embarazo?. Oye, mira estoy buscando un libro para dejar el chupete. ¿Tendrías un libro para niños de dos a tres años que sirva para quitar el pañal?. ¿Para gestionar las emociones? ¿Para entender las pataletas? PARA, PARA, PARA. ¡Basta! Todos los libros y lecturas nos pueden enseñar cosas, pero ¿tú buscas en Netflix «Series para superar los cuernos de mi mujer»? ¿A que no? Pues eso. No le enseñemos a los críos que los libros son PARA nada más que para disfrutar, por favor.

En definitiva, creo que deberíamos darle al libro infantil el lugar de dignidad que se merece, el reconocimiento y espacio que tienen los libros adultos y también el respeto que le damos a la narrativa que nosotros consumiríamos. El ocio infantil no solo no es menos valioso que el adulto, sino que está en la base de su desarrollo y su futura manera de entender y construir el mundo, o lo que es lo mismo: Es mucho más fundamental que el nuestro. De modo que tanto las personas que los escribimos, quienes los editan, los ilustran, los compran y los venden tenemos la obligación de tomárnoslo en serio, salirnos de nuestros ombligos y empezar a escuchar a las criaturas.

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El camino de Villanueva a Meco

El espacio seguro para las mujeres es una quimera.
Esta mañana me escribía mi tía: «Han asesinado a una chica en el camino de Villanueva a Meco, cariño, no salgas sola por ahí con los perros.»

Llevamos un año viviendo a medio kilómetro de donde han matado a esta mujer.
Otra vez. Otra más.

Tengo miedo por mí. Tengo miedo por mi hija. Todos los días amanece una mujer menos porque un hombre la ha matado en algún lugar de este mundo de mierda. En realidad son muchísimas más de una, pero no quiero echar las cuentas.

Llevamos casi un año  aquí, decía, con ilusión por este nuevo proyecto de vida. Disfrutando del camino que hoy es una tumba grotesca que nadie se merece, paseando con mi hija de dos años, con mis perros, saludando a los vecinos que van en bici, sintiéndome afortunada por vivir en un entorno natural, por no vivir los atascos de la ciudad, empezando, en definitiva, a sentir este lugar como mi nuevo hogar. Pero la tristeza, la rabia y el miedo me devuelven con una hostia en la cara un conocimiento que es común al legado de todas las mujeres. Una memoria del horror que tenemos latente en un cuarto de atrás de la conciencia para poder seguir adelante con nuestras vidas: Ningún lugar es nuestro hogar, porque el espacio es de ellos. Nuestros asesinos y violadores son nuestros maridos, nuestros ex, nuestros hermanos, nuestros tíos, o cualquier desconocido.

El miedo pasará, me decía una amiga hace unos minutos. Y sí, pasará, porque algunas, las que quedamos vivas, tenemos que continuar, pero también seguirá ahí, en el cuarto de atrás, activándose cuando paseemos solas por una calle oscura, cuando un chico se ponga baboso, o cuando algún hombre nos mire demasiado rato en el bus, porque el miedo es la herramienta del poder: El miedo de las mujeres es la herramienta del patriarcado para recordarnos que el mundo es suyo, que nosotras solo podemos estar si es a su servicio.
Así que hoy no quiero que el miedo pase, quiero sentirlo, recordarlo, bajar a la calle y transformarlo en rabia. No quiero dejar de sentir miedo, lo que quiero es no permitirle que nos paralice. Quiero que lloremos a nuestras hermanas con rabia y con fuerza, que gritemos y nos desgañitemos el alma para decir que no van a ganarnos, que no pueden matarnos a todas y menos si estamos juntas.

Adiós, Miriam. No sé si podré volver a pasear por ese camino alguna vez, pero sé que te llevaré siempre en la memoria y en el alma, aunque no nos hayamos conocido.

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Natalidad, precariedad y adultocentrismo

Anteayer el INE daba a conocer los datos de natalidad del primer semestre de 2018 y un titular alarmante recorría todas las redes sociales y los telediarios: «España registra el número más bajo de nacimientos desde 1941». Aunque parece que a las demógrafas no les resulta sorprendente teniendo en cuenta la tendencia registrada en las últimas décadas, puede ser un punto interesante de partida para reflexionar sobre nuestras formas de pensar y estar en el mundo.

Por ejemplo, he leído a gente afirmar que no es un dato preocupante porque la tierra está superpoblada. De modo que cuantos menos nacimientos haya, mejor. Entiendo el argumento y tiene parte de verdad, de hecho yo también lo he pensado hasta hace poco. Incluso en ocasiones me he sentido incoherente a este respecto al sostener argumentos de decrecimiento de población, y al mismo tiempo desear ver nacer a mi propia hija. Sin embargo, ahora, hay varias que cosas que me chirrían del antinatalismo, o al menos, del lugar desde el que se esgrime. Principalmente, me escuece que casi siempre venga de personas que pertenecen a la parte del mundo que expolia y destroza el hábitat de sociedades que viven de forma mucho más armoniosa; que seamos los que vivimos cómodos gracias al extractivismo quienes sostengamos estas posiciones; que seamos las mujeres cis que no hemos sufrido esterilizaciones forzosas por motivos racistas, ni pertenezcamos a pueblos que no hayan sido intentado ser exterminados, sino que han sido los exterminadores.

Intentaré explicarlo mejor con una anécdota que para mí fue reveladora. En una ocasión una amiga mapuche de Temuco me preguntó si iba a tener más hijos, le contesté que no, que quizá adoptaría más adelante, que no veía la necesidad de traer más gente a este mundo superpoblado. Ella me respondió: «Sin embargo para mí, desde mi posición de mujer mapuche y pobre, tener hijos es un acto de rebeldía». Entonces me di cuenta de hasta qué punto estaba hablando desde el privilegio: «¡No hay que reproducirse que el mundo está superpoblado! ¡Señoras no os reproduzcáis! pero, eh, yo pienso seguir con mis hábitos de consumo capitalista aunque para eso haya que acabar con las formas de vida de los pueblos originarios». No sé, quizá podríamos plantearnos una forma de economía y consumo más razonables en nuestras propias vidas antes de decir a las mujeres que dejen de reproducirse.

Por otro lado, independientemente de lo errado o no del discurso antinatalista, no me parece que aporte nada cerrar la cuestión con un: «Pues mejor, que no tiene que haber más gente». Hay muchísima enjundia política, teórica, filosófica , feminista y sociológica detrás de los datos de natalidad, sobre todo en relación con lo que tiene que ver con la salud de las mujeres, con la percepción social de la maternidad, con los cambios de los modelos de trabajo, con el lugar de la infancia en nuestra sociedad… Un país con una natalidad baja es un país con pocos niños y niñas. Y no entiendo de ninguna manera cómo puede ser bueno un país con pocas criaturas, como no puedo entender de ninguna manera cómo puede ser bueno un país con pocas mujeres, con pocos inmigrantes, con pocos homosexuales, o con pocos ancianos… La infancia aporta cosas al mundo, como todo grupo humano, aunque no nos dé la gana reconocerlo.

De hecho, tengo la sensación de que algo de adultocentrismo capitalista hay también detrás de este dato. Aunque no solo. Desde luego, si lo analizamos desde la realidad social de nuestro país la respuesta es clara: ¿Cómo vamos a tener hijos, en estas condiciones de precariedad?. En mi caso personal, mi decisión de ser madre solo pudo empezar a materializarse en algo más que en un deseo cuando emigramos y pudimos mejorar nuestras condiciones materiales. Tener hijos no solo es caro, como parecen avalar los datos publicados por Save the children, sino que además, se necesita una mínima estabilidad económica, emocional y social para poder criar en buenas condiciones. Esto es impensable en un país con una tasa de desempleo que ronda el 16% en el que se debate si 900 euros es demasiado como salario mínimo interprofesional, mientras que el precio medio de los alquileres en su capital es de casi 1800. De modo que muchas personas no pueden permitirse tener hijos.

Para más INRI las políticas sociales y de conciliación en España son abominables por inexistentes. Vamos a detenernos a mirarlo un poquito:

Los permisos de maternidad y lactancia son delirantes e incomprensibles. La OMS recomienda lactancia materna hasta los 6 meses en exclusiva y a demanda, donde exclusiva significa que sea su única fuente de alimento, es decir, que a partir de entonces se introduzca otro tipo de comida al bebé, PERO que ésta se mantenga hasta los dos años o más. Sin embargo, el permiso de maternidad es de 16 semanas, es decir, cuatro meses. Seguro que alguien llegado a este punto me diría: «¡Eh! ¿Y el permiso de lactancia?». Pues veréis, me encantaría saber a quién se le ocurrió el plan del permiso de lactancia, porque estoy convencida de que sea quien sea no ha tenido cerca un bebé mamando en su vida.

El permiso de lactancia se vende como un permiso de 9 meses de duración para dar de mamar a la criatura. Pero en realidad se trata de una hora al día durante 9 meses en la que te puedes ausentar de tu puesto de trabajo para dar de mamar… si lo prefieres puedes fraccionar ese tiempo en dos ratos de media hora, y por supuesto siempre en el mismo momento del día. ¿Me podéis decir qué bebé del universo mama en una jornada de 7 horas solo una vez? ¿O dos repartidas en media hora? Y eso sin tener en cuenta los desplazamientos, que en cualquier ciudad hacen que esa solución sea simplemente inviable.

La lactancia materna es A D E M A N D A. Los horarios son un invento del estado, de la economía de mercado. Marcar calendarios así al hambre y necesidad afectiva de un bebé incapaz de entender nuestro mundo adulto capitalista marcado de números y productividad, es maltrato y no sirve de nada. Así de simple y claro. Prueba de ello es que las mujeres que acceden a este tipo de solución, terminan sacándose leche en el baño del trabajo, que es todo un martirio, cada poco tiempo; tanto para poder hacer un banco de leche para la criatura en su casa, como para no terminar con obstrucciones y mastitis de caballo.

La medida también permite la opción de juntar esa hora al día y lograr la friolera de 15 días más de permiso para poder amamantar cómodamente en el sillón de nuestras casas ─Ay, señoras, si es que la cosa es quejarnos─ para unir ese periodo al del permiso de maternidad. Eso suma un total 18 semanas, es decir, cuatro meses y medio. Lo que sigue bastante lejos de los 6 meses mínimos que según la OMS deberíamos estar amamantando a una criatura desde que nace.

Esto es anti natalidad, porque es anti mujeres, pero también y sobre todo es anti bebés. Atenta directa y frontalmente con los derechos más básicos de la infancia. Y por si fuera poco los cambios que podrían llegar no son mucho más halagüeños, ya que en vez de ampliar estos permisos a las mujeres, los señores de todas las bancadas del congreso se han puesto de acuerdo para darles muchas semanas de vacaciones también a los papases ─ De familias monomarentales ni hablemos ─ Pero dejaremos eso para otro post.

Así que, además de habernos hecho estudiar más años con la falsa promesa de que eso nos reportaría más salario para que después sea imposible ganar lo suficiente para poder mantener hijos, tampoco podemos dedicarles en su primera fase de la vida el tiempo mínimo indispensable para cumplir con sus derechos básicos. Pero incluso con todo esto en contra, alguna ─pocas─ llegamos a la treintena y tiramos para adelante con nuestro deseo de ser madres. Entonces llega la hora de reincorporarse al trabajo. De nuevo problemas: No hay suficientes guarderías públicas, en las que hay no suficientes plazas gratuitas, por lo que muchas veces no compensa seguir trabajando para pagar una. O dejas de trabajar, o tiras de familia. No todo el mundo puede o quiere hacer eso. Te queda pedir la reducción de jornada en tu empresa. Si es que trabajas en una la plantilla de una empresa, que además sea lo suficientemente grande como para que lo permita. Siempre que te la aprueben. Y desde luego, siempre que la reducción de salario que acompaña a la reducción de jornada te permita pagar el alquiler todos los meses, ya que, por supuesto, en nuestro mundo nadie se plantea que el estado pague una compensación del salario perdido o que las empresas no pierdan un céntimo con esta medida. No digo ya ese delirio feminazi de que las mujeres deberíamos cobrar por la crianza y los cuidados como se proponía en los 60 desde movimientos como la librería de mujeres de Milán, por ejemplo.

Así que, desde luego, es innegable: La relación entre los salarios, la precariedad y la falta de políticas sociales, de corresponsabilidad y conciliación no favorecen en absoluto a la natalidad. Pero ¿podemos achacarlo todo a esto? Webber decía que el comportamiento social no es igual a la suma de los comportamientos individuales, y creo que el tema de la natalidad es un ejemplo de que quizá Webber se confundía un poco, aunque no un mucho. Pocas cosas más personales e individuales que la decisión de tener o no descendencia, pero somos fruto de las estructuras económicas y epistemológicas de nuestro tiempo. Nuestros miedos son sociales. Nuestras formas de concebir el mundo, culturales.

De hecho, si miramos los datos de otros países de la Unión Europea donde la precariedad laboral, niveles de paro, salarios mínimos interprofesionales y políticas sociales y de conciliación son mejores que las nuestras, como es el caso de Alemania, veremos que la tasa de natalidad no es tan diferente, quizá un poco superior, pero no radicalmente. Y lo que es más revelador: la tendencia de la natalidad a lo largo del tiempo, también parece bajar. De hecho es así en muchísimos países de cultura occidental. Lo que me lleva a sospechar que es posible que existan también motivaciones ideológicas, creencias, etc. concretas relacionadas con una cultura concreta.

Llevo varios meses -cuando los cuidados de la maternidad me lo permiten- haciendo un poco de análisis semiótico e investigando los paralelismos entre el lenguaje y el comportamiento sexista y machista en nuestra sociedad y el adultocéntrico. Quienes me conocéis sabéis por dónde voy. ¡Ojo! No acuso a la gente de no tener hijos por adultocéntrica, que os veo venir. Soy una firme defensora del derecho a decidir, he militado como activista pro aborto y lo seguiré haciendo el resto de mi vida. Lo que intento decir es que quizá el tema de la natalidad también nos pueda dar pistas sobre el comportamiento social. Que puede que estemos olvidando de una parte importante de la ecuación: la del discurso.

Un ejemplo fácil de ver es cómo las bromas sobre violencia hacia las niñas y los niños está completamente anclado en nuestras formas de expresarnos y no nos chirrían en absoluto, de modo parecido a como a casi nadie le chirriaba en este país las bromas sobre la violencia hacia las mujeres hace unos 15 años. Sin embargo, la cosa no se queda en famoso debate de los límites del humor, el comportamiento hacia la infancia se articula desde el privilegio adulto. La infancia no solo no tiene voz, sino que debatimos sobre si se debe o no castigar a los niños, sobre las supuestas bondades de dejarles llorar de bebés en una cuna, se crean espacios libres de niños como si fueran humo de tabaco sin que nadie denuncie esto como discriminación, o nos resulta completamente normal escuchar: «No me gustan los niños» como quien dice «No me gusta la pizza con piña». ¿Podéis imaginar la misma frase con cualquier otro grupo humano sin que os levante sarpullido? ¿Por qué esta tolerancia con la violencia hacia la infancia?

Podemos estar de acuerdo en que el capitalismo es un invento esencialmente masculino, o al menos, que no podría haberse dado sin las bases que el patriarcado sentó para su instauración con el trabajo no pagado de las mujeres en el hogar, tal y como explica la requetecitadísima Silvia Federici ─ las diosas nos la cuiden muchos años para que siga arrojando luz al mundo─ en el Calibán y la bruja. Desde entonces, todo lo que tradicionalmente se asociaba a lo femenino se convirtió en vulgar, mal visto, mal pagado… Pues bien, sospecho que actualmente estamos viviendo en Occidente un momento de transición dialéctica entre un modelo de exaltación romántica de la maternidad machista, que tenía como objeto someternos y encerrarnos en el ámbito de lo privado, con un nuevo modelo de machismo postcapitalista que, aunque bebe, convive y dialoga mucho con el anterior; prefiere convertir el ideal de mujer en una máquina de producción y consumo a corto plazo que asimile el ideal masculino.

Así, una mujer exitosa en nuestra sociedad sería aquella que puede permitirse vivir lo más parecido a como lo harían los hombres, escalar en la sociedad acumulando poder, sin cuidar, siendo eternamente joven, viviendo para trabajar y salir los fines de semana sin responsabilidades emocionales de ningún tipo. En definitiva el nuestro sería un mundo en el que vivir y divertirse no es compatible con criar.

Ahora, a diferencia de lo que pasaba hace 60 años, crecer a nivel personal no pasa necesariamente por formar una familia, sino que se relaciona con crecer individualmente en el ámbito laboral. La juventud es para trabajar y disfrutar la vida, y en nuestra sociedad, disfrutar la vida no es compatible con cuidar, por eso hasta parece que tienes suerte si trabajas en una empresa como Facebook, Apple o Googl que están tan preocupadas porque puedas ser productiva, que te pagarán la congelación de óvulos y así ya tengas hijos luego, cuando se te pase el arroz. Tanto los ancianos como los niños son un estorbo en este modelo. Al mismo tiempo los cuidados que puedan quedar sin cubrir, o se mal cubren, o quedan relegados a clases más bajas a menudos migrantes, malpagadas o explotadas. Es el win-win del capitalismo machista, racista y extractivista.

En realidad, esta es también una forma de vampirizar, asimilar y vomitar en forma de engendro algunas de las reivindicaciones clásicas feministas relacionadas con la autonomía y la emancipación. Esta caricatura grotesca se construye desde un binarismo que enfrentaría dos formas de vivir la vida como mujer: Las NOMO y las mamás. Mientras que las segundas seríamos alienadas ñoñas sometidas al modelo clásico patriarcal, las otras serían también una construcción monolítica de ascenso social, eterna juventud frívola a modo heroína de Marvel que folla mucho y sabe dar buenos puñetazos. La trampa es que al final todas perdemos ante la construcción masculina. Unas nunca se realizarán nunca como mujeres sin ser madres, las otras seguiremos sometidas a los hombres y ─¡aún peor! ─ a la tiranía de los hijos sin remedio.

Existe sin duda un miedo cultural compartido a perder la identidad al convertirte en madre. «Ser madre te cambia la vida», te suelen decir una y otra vez. Como si emigrar no te la cambiara, como si cambiar de trabajo no lo hiciera, como si salir del instituto tampoco, como si tener una enfermedad, ganar la lotería, como si la propia vida no fuera cambio. «Tener hijos es una mierda», «Es que tener críos te limita mucho», «Tener hijos te jode la vida». Desde estas construcciones monolíticas en algunos sectores se mira con paternalismo a las mujeres que deciden ser madres, con penita, con un «Ay, la pobre, se le acabó lo bueno».

Quizá junto a todas esas madres arrepentidas, también existan madres felices, conscientes de que cada opción de vida, cada elección, supone renunciar a otras cosas y que eso no nos hace peores ni mejores. Podría ser que tener hijos sea una mierda, no porque objetivamente tenga que serlo ─tiendo a pensar que de ser así nos habríamos extinguido─ sino que, en gran parte, es así porque está depreciado desde los tiempos de la acumulación originaria, y también, porque cuidar no debiera ser algo solitario y agotador, tendría que estar en el centro de las vidas de todas las personas.

Sospecho que la relación entre los modelos actuales de producción capitalista, la destrucción del nunca alcanzado estado de bienestar, el desprecio de nuestra cultura a la infancia y personas dependientes, y el machismo, está detrás de esta tendencia occidental a la baja natalidad. No solo es la precariedad económica, que desde luego incide y mucho, sino también cómo están cambiando nuestras cabezas para mayor gloria del sistema. Podría ser que si viéramos a todas esas personas que necesitan cuidados, sean niña, anciano, o persona con diversidad funcional, como personas y no como cargas, también entenderíamos que estar junto a ellas, dejar de excluirlas o adaptar el mundo su existencia y no al revés es una tarea dignísima y bella que nos corresponde a todos y a todas, que debe de dignificarse económica y socialmente.

El de las 7 de la mañana

Cuando queráis, abrimos el debate sobre las políticas identitarias. A lo mejor, al tipo que se levanta a las 7 de la mañana no le gusta que le llamen «violador en potencia». A lo mejor hay que hablar de la lucha de clases y no de «talleres de deconstrucción del hombre blanco». By @PabloMM el 3 de diciembre de 2018, a las 2:52 PM.

Ese trabajador blanco, de taitantos, europeo, con papeles, agobiado por la hipoteca y puteado por su jefe, no se siente suficientemente representado en los 150 años de historia europea que han transcurrido desde que Marx publicó el Capital; a pesar de que, incluso desde antes, desde que a Olimpia de Gouges le rebanaron el cuello, la política occidental ha versado sobre: Señores como él vs. Señores blancos, europeos, con papeles a los que sin embargo no putea nadie porque el jefe son ellos y no están agobiados por la hipoteca, porque son ellos quienes deciden los tipos de interés.

Encima, llega a su casa con ganas de cenar y ver el fútbol tranquilo, pero se encuentra con que su hija de cincos años tiene que hacer los deberes a las 21.00 después de haber pasado 8 horas en una escuela, que a su mujer no le ha salido del coño cocinarle después de tener la misma jornada que él y ha tenido que ir a llevarle las medicinas a la abuela. Llama su hermano, que ahora dice que es mujer y nosequé, llorando, que le han echado del curro porque da mala imagen, venga tronc… no te rayes, ya saldrá otra cosa. Pone la tele, el Follonero hace un programa donde le muestra cómo el filete que se va a comer viene de un animal que vive en condiciones de mierda y está de hormonas hasta las orejas, joder qué desagradable lo del cerdo, ni cenar tranquilo le dejan a uno, cambia de canal, en el telediario doscientos negros dejándose las tripas en las concertinas de Ceuta…

¡¡¡ES QUE NADIE VA A HABLAR DE LO MÍO!!!

¡¡¡PUES, EA, AHORA VOY Y VOTO A VOX!!!

 

En fin, que así sonáis.

El niño sin desayunar por culpa de Llorca, la leche chocolateada y la madalena.

Hoy me he encontrado con la sangrantísima polémica de que un cocinero decía en una entrevista para la cadena SER que no es bueno dar leche chocolateada y bollería a los niños para desayunar. Aquí os dejo las terribles declaraciones desde lo alto de la azotea de La SER. ¿Véis el clasismo y la crueldad supinas de este señor? Yo la verdad es que no.

Pero seguro que es porque no lo habéis escuchado despacio. En un momento llega a decir: «Es mejor que un niño no desayune a que se le den esas cosas». El vídeo dura treinta y cinco segundos. Esa frase ─ exagerada, sí ─ dura apenas dos, pero es la que ha elegido un medio para crear otra polémica de humo. Twitter se ha llenado de gente tirándose piedras porque Cómo se nota que este hombre no sabe lo que es el hambre, o bien porque Es que de verdad no le dais más que mierdas a vuestros hijos.

Llorca ha soltado una frase exagerada en una entrevista rápida donde explica muchas otras cosas. Pero da lo mismo. Porque lo importante es escoger bando y a ver quién suelta la falacia más grande. Los sinazúcares se rasgan las vestiduras y los conazúcares llevan el debate a extremos ridículos. Es como si los concebollistas y los sincebollistas se tomaran el asunto como una verdadera afrenta personal. Y yo, que soy poco de tibiezas cuando se trata de temas serios, no entiendo qué está pasando con estas declaraciones ni las ganas que tenemos a veces de enfadarnos. Lo mismo es porque vienen las navidades y estamos ensayando para la cena con los cuñados.

Por supuesto que no es mejor que no desayunen los críos, pero darles alimentos procesados de azúcar hasta las orejas a diario no es una buena opción. No solo porque no es nada sano, sino porque además, estás creando hábitos alimenticios muy poco recomendables. Lo que peor me sienta es la excusa clasista del ataque que está recibiendo y que no es la primera vez que leo: «Es que la gente pobre no puede/ sabe comer comida sana «.

Es cierto que los alimentos procesados, o muchos de ellos, son baratos. Pero no es cierto que de verdad lo sean a la larga o que sean la única opción económica. No hablo de comprar comida orgánica del súper a doscientos mil euros la hoja de lechuga. Hablo de comprar tomates, pan, de comer cereales sin azúcar que se venden a granel en el Alcampo… yo que sé, lo que hacen mis vecinas en un barrio humilde de un pueblo también humilde del corredor del Henares. Veo a sus hijos en el parque comiendo fruta y bocadillos. Lo que he hecho yo misma cuando estábamos muy ahogados de dinero antes de emigrar, sin ir más lejos.

Y no vengáis con que hay estudios que relacionan obesidad con pobreza, por favor. Me pongo de mal humor con esa manía que tenemos del ensalzamiento fanático religioso de «lo científico» que se dedica a hacer pasar las correlaciones buscadas y llenas de ideología con causalidad. Estoy deseando que alguien haga un estudio que indague, qué se yo, la cantidad de granos en el trasero que tienen los suegros de un barrio, con la cantidad de nietos obesos. Si alguien se pone a estudiar la relación entre pobreza y mala alimentación en contextos sin desnutrición ─ eso es muy otro tema─ quizá es porque hay algún prejuicio al respecto. Del mismo modo que muchas feministas denunciamos la gordofobia, hartas de que se tracen relaciones directas de causa y efecto entre peso y salud; si tenemos conciencia de clase, tenemos que estar atentas a eso de dar por hecho que la gente pobre solo come bollicaos y no es capaz de ponerle pan con tomate y un vaso de leche a sus hijos.

Por otro lado, sospecho que el cutrealimentar a los críos no tiene tanto que ver con la clase social sino con el adultocentrismo. Estoy harta ─ pero harta, harta. Vamos, que lo veo muy a menudo─ de ver a los críos zampándose la pasta con tomate de bote y salchichas que muchos padres y madres les dan de comer día sí día también aunque jamás se la pongan para sí. Y no hablo precisamente de gente pobre. Estoy cansada también de ver cumpleaños infantiles en sitios que cuestan un dineral en los que se infla a los críos a ganchitos y perritos calientes descongelados. No me creo que eso salga más barato ni sea más divertido que una merendola tradicional en el parque o en casa todos apiñados.

El problema, a mi entender, es independiente del dinero. Radica en que seguimos pensando que las niñas y los niños son de inferior categoría humana que los adultos y por eso les damos guarradas que no nos comeríamos nosotros. No se trata solo de la clase. Y si no me creéis, solo tenéis que ver el menú infantil de cualquier restaurante, no necesariamente barato, al que vayáis.

Pero antes de cerrar este tema, quiero tratar algo más que me lleva rondando la cabeza desde que he leído la agria polémica y que os dejo aquí por si sabéis responderme y me ayudáis: ¿Por qué y quién dice eso de «leche chocolateada»? ¿A qué se refiere exactamente, al Colacao de toda la vida? ¿Quizá al Nesquick? ¿A un batido de chocolate de bote?

El secador de pelo

Beba tenía miedo al secador de pelo. Hacía mucho ruido y, aunque nadie se daba cuenta, siempre que alguien lo usaba se llenaba todo de mal humor y prisas. Aquel aparato tenía el superpoder de hacer enfadar a su madre.

¡¡Vamos que no llegamos!!

 ¡¡Nunca tengo ni un momento para mi sola!!

¡¡Mira qué hora es!!

Seguro que ni siquiera era consciente de que ahí dentro había un monstruo malo que hacía mucho ruido y le hacía enfadar.  Así que decidió avisarle, pero le faltaban aun las palabras. Le faltaban muchas palabra para explicárselo.

─ ¡Quéseso, mamáaaaa! ─ Acertó a decirle al ver que lo sacaba del armario del baño

─ Es un secador de pelo, cariño, no pasa nada

 

¡Eso es! ─ pensó Beba ─ ¡No pasa nada! ¡Eso es lo que hay que decir cuando algo no te gusta! ¡Voy a alertar a mamá!

─ ¡Nopasanadamamá! ¡No pasanada! ─ Empezó a repetir  Beba  angustiada

─  Pero cariño, tranquila, si es solo un secador de pelo, mira, lo apago, tócalo verás

─ ¡¡Nooooooo!!

Beba se echó a llorar. Su madre no entendía nada. Pero apagó el secador. lo guardó en el armario y le dio un abrazo.

Blog

 

Aquí podréis leer artículos sobre feminismos, sobre política, sobre crianza, sobre adultocentrismos… dejaré abiertos los comentarios, pero por la experiencia que he tenido como redactora tengo que decir que no prometo ni leer, ni contestar. Por favor, venid peleados de casa, que esto no es twitter.

También encontraréis cuentos. Algunos para adultos, aunque me interesa mucho la literatura infantil, así que también dejaré cuentos para niñas y niños.

Y como la gestión y el análisis cultural ha sido parte de mi y de mi vida tanto tiempo, no la puedo dejar marchar, así que cuando las circunstancias permitan criar y tener ocio de ese tipo, colgaré algún artículo de crítica de teatro, exposiciones, música, libros, series o lo que se tercie.